domingo, 17 de enero de 2021

Gastronomía murciana, entre la tradición y la modernidad. (Artículo publicado en la revista Cuartel)





Precisamente este año 2020 en que Murcia es capital gastronómica, se cumplen 325 años desde que el pastel de carne entrara en la Historia. En realidad, lo que ahora conmemoramos no es tanto el nacimiento de la riquísima criatura, pues ignoramos cuándo se produjo tan afortunada invención; incluso hay fuentes romanas que refieren que los romanos consumían un pastel de hojaldre relleno de carne. Pero en 1695 se produjo su “asunción normativa”. Seguramente a finales del siglo XVII, el pastel de carne, con su suelo de masa y su cobertura de hojaldre, sería ya una pieza clave de la pastelería tradicional, pero fue entonces cuando se reguló, por vez primera, su elaboración y venta, en las Ordenanzas dadas por Carlos II para el gobierno de la Ciudad, el Campo y la Huerta.

En esta época estaba a punto de acabarse el siglo del claroscuro barroco y empezar el de las luces. El pobre Rey Carlos II no desechaba la robinera, sino que estaba cada vez peor, al decir de la gente, cada vez más Hechizado. A lo mejor si lo hubieran traído por aquí, con unos cuantos pasteles de carne, las vitaminas de las frutas, y algún trago moderado de vino de la tierra, se habría repuesto, pero ya se sabe que en la Corte nunca nos han valorado mucho. Aún le faltaba a Don Carlos un quinquenio para morirse, y dejarnos abierta la Guerra de Sucesión.

Tengo delante las Ordenanzas murcianas de 1695 en edición facsímil y por sus páginas bulle la vida de aquel tiempo: traficantes, torcedores y tejedores de seda, médicos, cirujanos y barberos, albañiles, sastres, calceteros, jugueteros, espaderos, alpargateros y zapateros, curtidores, mesoneros, bodegoneros y taberneros, carniceros y pasteleros, y otros muchos oficios, se regulan cuidadosamente. Las páginas 96 a 98 exhalan un aroma caliente e inconfundible a pastel de carne. Son las ordenanzas de los pasteleros.

Se dispone en este reglamento que la harina para hacer el hojaldre ha de ser de flor, cernida dos veces, y que habían de ser amasados con manteca, tanto los de real como los de medio real, aunque los más pequeños, de cuatro y ocho maravedíes podían tener el suelo de harina de segunda, o sea, integral, como ahora le llamamos. La carne del relleno había de ser de vacuno y no de de cabra ni oveja; mucho menos de animales muertos y no sacrificados, es decir de carne mortecina que era denominada con el curioso nombre de “rafalí”. Había de ser fresca y no pasada, y se debía poner perdigada, es decir triturada, y cruda, para que quedase jugosa. Se regula también el condimento de especias que se había de emplear, aunque no hay ninguna referencia al trozo de chorizo y de huevo duro que ahora son las notas de color y sabor que animan el relleno. También se ocupa la ordenanza de la higiene en la elaboración, mandando que los pasteleros tuvieran siempre limpios los recipientes.

Pero el pastel de carne, que consideramos tan murciano, no era exclusivo de Murcia. No podemos asegurar que se hiciera del mismo modo, ni cuándo quedó relegado a nuestra ciudad, pero tenemos pruebas de que el pastel de carne se consumía en casi toda España, al menos en el siglo XVII.

La primera evidencia, como dicen los anglosajones, es un cuadro de Murillo, llamado precisamente “niños comiendo pastel”, que se conserva en la Alte Pinakotheck de Múnich, en el que dos angelotes tan propios del pintor sevillano degustan un pastel de carne por el tradicional método de estirar de la corteza de hojaldre, mientras un perro les mira, esperando poder degustarlo. En primer plano, una cesta con naranjas refuerza el carácter levantino de la escena. El cuadro está fechado hacia 1670, pocos años antes de que el rey Carlos II regulara la elaboración del pastel. También en la

vida del Buscón don Pablos, en el capítulo IV, sitúa a sus personajes en una taberna infame en la que aparecen unos pasteles de carne:

Parecieron en la mesa cinco pasteles de a cuatro. Y tomando un hisopo, después de haber quitado las hojaldres, dijeron un responso todos, con su requiem a eternam, por el ánima del difunto cuyas eran aquellas carnes.

El sarcástico Quevedo juega con la sospecha de que la carne del pastel procediera de algún cadáver. Probablemente se trate de una insinuación disparatada pero, por si las moscas, unos años después de la difusión de la novela, el rey reguló la composición de los pasteles en sus Ordenanzas.


Hoy día sólo se puede degustar esta maravilla gastronómica en Murcia, y no en cualquier obrador. Sólo los más tradicionales (Bonache, Zaher, Espinosa, la Gloria…) los preparan adecuadamente, con la masa artesanal y el relleno adecuado. En mi opinión, pocas cosas superan a una caña bien fría, una escudilla de olivas amargas y un pastel (de carne o de sesos) en la barra de Zaher.





Innovación culinaria



Pero la gastronomía local no sólo se basa en platos heredados de la tradición sino que nuestros chefs crean cada día nuevas especialidades. Hoy presentamos la “sardinera”, que podríamos considerar una evolución de la tradicional “marinera”. Se trata de una rosquilla sobre la que se coloca ensaladilla y sobre ésta un lomo de sardina ahumada en salmuera y unos granos de azúcar. Posteriormente se le aplica un soplete para caramelizar el azúcar, creando una riquísima tapa. No dejen de probarla en “el décimo capricho”, en Alfonso X El Sabio

domingo, 15 de septiembre de 2019

El sueño de la razón

Hubo un tiempo en el que la verdad era establecida por la religión en todos los ámbitos. La tierra era plana, el sol giraba en torno a la tierra, los hombres enfermaban como castigo por sus pecados y la mujer provenía de una costilla de Adán. La autoridad de las Escrituras era la única fuente de conocimiento y quien se atreviera a dudar de ello era quemado en la hoguera como un hereje.
Pero Occidente supo despertar de ese sueño. La curiosidad humana, espoleada por las universidades europeas y el descubrimiento de nuevos mundos, desbordó las fronteras de ese saber establecido y se enfrentó a la naturaleza armada tan solo con la razón. Bacon, Descartes y luego Comte despejaron el saber de las telarañas del pasado e iluminaron el conocimiento humano estableciendo las bases del método científico. Básicamente, afirmaban los nuevos científicos que nada debía darse por cierto o por falso mientras no fuera comprobado empíricamente. Que no hay dogmas ni verdades universales que no puedan ser criticados y puestos en duda. Y que toda afirmación puede ser rebatida siempre que se use el método científico para ello.
Gracias a todos ellos nuestro mundo ha avanzado de manera prodigiosa: conocemos la física, la biología, la química. Contamos con máquinas inimaginables hace tan solo cien años y diseñamos terapias genéticas.
Hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad, como dice la zarzuela y fruto de ello, ya en el propio siglo XX la humanidad dejó de creer en dioses para depositar una fe ciega en esos hombres (y mujeres) de bata blanca que miran por un microscopio como antaño los augures examinaban las vísceras de los pájaros. No comprendemos una palabra de lo que hacen, pero confiamos en lo que dicen porque son la voz de la ciencia.
Este mundo racional y frío es el sueño de la ilustración. Pero olvidamos que el sueño de la razón produce monstruos y que las mayores falacias pueden venir envueltas en el más racional de los discursos. Como explicaba Ortega, el científico, armado con sus pruebas, traza un arco riguroso, exacto, pero incompleto, que el ser humano necesita completar con su mirada. No entendimos que el espacio de la fe y de la religión es diferente del de la ciencia y que tan peligroso es creer que nuestra fe nos da respuestas a problemas físicos o químicos como esperar que los científicos nos den una razón para vivir.
En vano sufrió Europa el horror del nazismo, máxima expresión del positivismo y del cientifismo. Los delirios de los nazis se basaban en la ciencia y en la razón. Sus ensayos eugenésicos, con los que torturaron a miles de inocentes, no eran más que trabajos de investigación. La eliminación de los judíos, de los negros, de los gitanos, de los católicos, de los comunistas… era un pequeño sacrificio por el bien de la Ciencia.
A lo largo del siglo XX hemos conocido muchas mentiras difundidas por prestigiosos científicos. En los años 70 el enemigo a batir era el aceite de oliva y las grasas. La gente no comía pescado azul, ni frutos secos, por prescripción facultativa. Luego se dijo que no, que no todas las grasas eran malas, y el aceite de oliva junto con las sardinas purgaron sus pecados -con gran alivio de agricultores, pescadores e industriales del ramo. Le tocó entonces el sanbenito a las grasas saturadas, carnes rojas harinas refinadas. Había que huir de la mantequilla, del aceite de palma y de los spaghetti. La gente, obediente, comía pan integral y desayunaba cereales. Luego llegaron los superalimentos, las bayas de goji, el tofú, el té rojo… hasta que se descubrió que el lobby del azúcar llevaba años engordando las cuentas de los científicos para esconder que su producto era -al parecer- el responsable de la epidemia de obesidad.
Hay muchos más ejemplos: a principios del siglo XX los médicos recomendaban beber agua con uranio; durante muchos años se prescribió el tabaco para “curar” enfermedades como el asma o la ansiedad. En los años 50 se aconsejaba beber ¾ de litro de vino con las comidas, y aún hay quien sugiere una copita al día.
Las relaciones de los lobbies con la ciencia nunca han sido buenas para la Verdad. El científico, a fin de cuentas, suele ser una persona humilde, mal pagado por su universidad que precisa -además de un cierto nivel de vida- de costosos aparatos para realizar sus investigaciones. Y si hablamos de dinero, hablamos de la especialidad de los lobbies. Resulta tentador poner una escandalosa cantidad de dinero delante de un científico y pedirle que investigue las propiedades cardioprotectoras del cianuro. Muchos científicos se negarían en redondo; casi todos. Pero habrá uno, dos, dispuestos a sugerir que una pequeña dosis de veneno puede ser saludable.
El gran tema científico de actualidad es el cambio climático, es decir, el calentamiento global; o sea, la emergencia climática. El apocalipsis. El estudio científico del clima es una materia enormemente compleja que sólo ha podido avanzar en los últimos decenios gracias a la ayuda de satélites y modelos informáticos. Son tantas las variables que influyen sobre el clima que hasta hace bien poco los expertos erraban más que acertaban en sus predicciones. Aún hoy asumimos que las previsiones meteorológicas tienen un cierto margen de error porque están basadas en modelos informáticos y, como se dice, la realidad siempre supera a la ficción. Como sugirió Lorenz, a la hora de predecir el tiempo, debemos considerar la posibilidad de que el aleteo de una mariposa en Brasil hiciera aparecer un tornado en Texas. Sin embargo, el mensaje que recibimos los ciudadanos no es el de la hipótesis prudente del científico que conoce la cantidad de variables que pueden afectar al modelo. Los ciudadanos de occidente llevamos algunos años recibiendo un auténtico bombardeo de incontestables afirmaciones apocalípticas, que además se van modificando con el tiempo a medida que no se cumplen: hace unos años el problema era el efecto invernadero, provocado por ciertos gases como los del aire acondicionado o el desodorante. Habíamos roto la capa de ozono, haciéndole un desgarrón del tamaño de la Antártida y ya veríamos si la especie sobrevivía. Luego la capa de ozono se empezó a cerrar, pero las malas noticias continuaron: ahora el problema son los microplásticos que provienen, según nos cuentan, de la bolsa que compramos en el súper y que acaba en la barriga de las ballenas. También el humo de los coches de gasoil, que anteayer eran menos contaminantes que los de gasolina, pero que hoy sólo pueden ser conducidos por seres sin alma condenados al Averno. En todo esto, en 2009 conocimos más de 1000 correos y 3000 documentos de universidades y centros de investigación del clima en los que se demostraban los chanchullos y acuerdos mafiosos de climatólogos para engordar los datos apocalípticos sobre el clima y obtener pingües beneficios, silenciando -al más puro estilo siciliano- a los científicos disidentes.
Yo no entiendo una palabra de climatología y por lo tanto no pretendo entablar un debate científico al respecto, pero tú -querido lector- probablemente tampoco lo seas. Ambos tenemos la información que nos llega por los medios. Por lo tanto, hagamos una cosa, dejemos la fé ciega para la Semana Santa; que cada uno le rece a quien quiera, y tomemos de las noticias científicas aquello que sea razonable:
PRIMERO.- Parece bastante claro que el clima cambia continuamente; a lo largo de la historia las condiciones climáticas han oscilado entre glaciaciones y épocas templadas. No parece probable que ahora sea distinto: seguramente caminamos hacia un calentamiento o un enfriamiento global.

SEGUNDO.- El ser humano incide en el ambiente que le rodea, como todas las especies. Los seres vivos, tanto individual como colectivamente quieren prosperar y para eso, como dijo Darwin, tenemos dos caminos: adaptarnos al medio o modificarlo. El ser humano ha proliferado en la naturaleza porque tiene una gran capacidad de hacer las dos cosas: de adaptarse a cualquier medio y de modificar y hacer habitable casi cualquier circunstancia. Eso no nos convierte en una especie malvada. Si las hormigas o los lobos pudieran, también lo harían; es lo natural.
TERCERO. La acción humana “perjudica” el clima. Sería necesario ponernos de acuerdo en qué es “perjudicar” y qué es “beneficiar”. Pero vamos a coincidir en que la acción humana puede reducir el número de especies que habitan el planeta y que eso es malo (aunque acabar con las cucarachas y los mosquitos quizás no fuera mala idea). Aún así, querido lector, nuestra capacidad, la tuya y la mía, de influir en el clima es mínima. Probablemente el ser humano, así, en genérico, tenga la posibilidad de acabar con la vida en la tierra. Pero, créeme, no somos tú ni yo quienes tenemos el botón rojo.
No somos tú ni yo quienes llevamos desde 1940 lanzando bombas nucleares “para probar”, ni quienes enviamos satélites al espacio usando combustible para luchar contra la gravedad. Tampoco somos quienes viajan en jet privado o movilizan helicópteros pudiendo viajar en tren eléctrico o en bicicleta, ni quienes mantienen fábricas en China (ese país comunista) incumpliendo todos los protocolos medioambientales. Probablemente tú lector, igual que yo, no hayas viajado en tu vida en uno de esos cruceros que contaminan más que todos los coches de Europa, pero te hacen sentir culpable por arrancar tu coche de gasoil un lunes a las siete de la mañana para ir a trabajar.

domingo, 2 de junio de 2019

LO MALO POR CONOCER


LO MALO POR CONOCER

Está desatada la izquierda murciana ante la posibilidad de tocar poder en la Región. Después de treinta años de barbecho, los de Diego Conesa se han beneficiado de la ola de apoyo concitada por Sánchez, que se ha merendado a Unidas-Podemos al “novedoso” grito de “¡Que viene la derecha!”. Como el PSRM no ha obtenido mayoría suficiente, necesitaría del apoyo de Ciudadanos para gobernar. Parece ser que la cúpula regional del partido naranja no vería con malos ojos el pacto de izquierdas, pero la dirección nacional veta todo apoyo a los partidarios del sanchismo, y Diego Conesa tiene a gala una estrecha amistad con Sánchez, de quien alardea de haber sido anfitrión (desconociendo, sin duda, el mito de Zeus y Alcmena).
Nadie duda de que el PP lleva muchos años gobernando la Región, años y gobiernos de luces y sombras. Las sucesivas victorias del PP se han debido tanto a méritos propios como a deméritos de la competencia. Aunque también hay que señalar una profunda renovación del PP murciano que, hoy, bajo la dirección de López Miras, poco se parece al dirigido por Valcárcel, como señala con angustia Ruiz Vivo siempre que tiene ocasión.
En este contexto un grupo de cuarenta “personalidades” de la Región se ha alzado, furibundo, a exigir, al más puro estilo siciliano, a Ciudadanos un pacto con el PSOE en Murcia. Ante la incertidumbre de las urnas, estos intelectuales se erigen en intérpretes de la voluntad ciudadana y tildan de antidemocrático todo pacto que no siga sus dictados.
Naturalmente, los firmantes del manifiesto tienen todo su derecho para expresar su opinión e incluso para utilizar todos sus resortes y toda su influencia para hacerle pagar caro a Ciudadanos cualquier pacto con PP que pudiera suscribir. Pero también los demás debemos poder expresar nuestra opinión, aunque no seamos personalidades como ellos.
El Partido Socialista actualmente no es un socio confiable para los españoles, y tampoco para los murcianos. No se trata sólo de la corrupción -más cuantiosa en el PSOE que en el PP- sino también su actitud frente al separatismo catalán, con el que concuerda siempre que pueda obtener rédito electoral, sin importarle el interés general. El desprecio del PSOE por los más elementales valores de la convivencia han sido una constante: después de los GAL de Felipe González, y tras la muerte de Miguel Ángel Blanco, el PSOE comprendió que le sería más rentable colaborar con los enemigos de España sin importarles, como siempre, el respeto a la ley. Aunque no mencionemos el 11-M, conocimos el caso faisán que apuntaba muy directamente al difunto Rubalcaba y sus colaboradores y ahora han salido a la luz las actas de ETA que certifican hasta dónde fue capaz de llegar Zapatero por obtener una aparente derrota del terrorismo que le concediera réditos políticos.
Las Fuerzas de Seguridad se juegan literalmente la vida en delicadas operaciones para proteger a los ciudadanos. Es su trabajo y lo hacen, generalmente, de manera admirable. Inevitablemente sus mandos -y hasta el presidente del Gobierno- conocen esas operaciones por razón de su cargo. Utilizar esa información para alertar a los malos y desbaratar operaciones policiales es tan grave que no puede compararse a toda la corrupción que acumulan todos los partidos.
La Región de Murcia tiene gravísimos problemas y necesidades que un gobierno del PP participado por Ciudadanos podría mejorar y solventar, pero dejar entrar en nuestra casa a quienes no tienen reparos en saltarse las leyes y dinamitar la convivencia es algo que sólo deberíamos permitir si los ciudadanos mayoritariamente lo hubieran decidido en las urnas. No es el caso, por más que rabien algunas personalidades.

sábado, 25 de mayo de 2019

PRIMOS HERMANOS


PRIMOS HERMANOS


Que el nazismo es una ideología delirante que parte de una interpretación desvariada del nacionalismo alemán, es una verdad asumida por (casi) todos en el siglo XXI. El enfermo de Hitler, destilando de manera aberrante la filosofía de Nietzsche, de Heidegger y de otros pensadores, tomó el pensamiento nacionalista típico del romanticismo decimonónico, ya de por sí irracional, y lo llevó a la locura del genocidio y la destrucción de Europa.
Pero al hablar del nazismo solemos olvidar su otra “pata” ideológica. La ideología de Hitler no es sólo un nacionalismo desmedido sino también un socialismo. No en vano su movimiento se llamaba “nacional-socialista”. Aunque en mayor o menor medida, todos los fascismos tienen raíces comunes con el socialismo y sus distintas variantes. En realidad, más allá de izquierdas o derechas, lo que distingue a las ideologías es la actitud que adoptan en la relación entre el hombre y el estado. Para unos, liberales, el ciudadano (o la ciudadana) son el centro de la sociedad de manera que no hay ninguna realidad más importante que cada uno de sus miembros. El interés general sólo es aceptable si procura el bien de cada uno de los individuos. Por eso el estado -de existir- debe ser lo más delgado posible, debe abstenerse de cualquier injerencia en la vida de los particulares y debe ser cuidadosamente vigilado y limitado. Por el contrario, los socialismos (en sentido muy amplio) desconfían de la libertad humana. Consideran que el hombre (y la mujer) es un ser egoísta, incapaz de construir una sociedad justa por sí mismo. Es necesario un estado fuerte -dictadura del proletariado se llama en el comunismo- que obligue a los ciudadanos a colaborar por el bien común. En los socialismos siempre hay una categoría superior al ser humano (clase, nación, raza, pueblo) que justifica los sacrificios de la libertad y de los derechos individuales. Entre ambos extremos, obviamente, hay una enorme gama de grises. Entre ellas, la socialdemocracia, que pretende conjugar un estado omnímodo con el respeto de los derechos políticos de los ciudadanos, construyendo un “estado del bienestar”.
Podríamos definir la primera mitad del siglo XX como la época del horror de los totalitarismos, pero dentro del terror también hay grados. Si saliéramos a la calle a preguntar, todos nos dirían que el peor personaje del siglo XX y probablemente de la Historia fue Adolf Hitler. Y sin embargo esto no es del todo cierto, no porque Hitler tuviera nada bueno, que no lo tuvo, sino porque  para desgracia de la especie humana, podemos encontrar, sin salir de la Historia contemporánea, a otros personajes si no más, tan abyectos, enfermos y malvados como el canciller alemán. Sin embargo, a diferencia de Hitler, los líderes totalitarios de izquierdas aún gozan de buena prensa en la sociedad occidental, no sé si por ignorancia o porque realmente hay quien comparte y justifica sus crímenes.
Empezando por Lenin, a quien se considera responsable de la muerte de millones de opositores a la revolución con la que abortó la naciente democracia rusa de los mencheviques, instaurando el “terror rojo”. Siguiendo por Stalin (socio de Hitler al comienzo de la guerra), responsable de la “gran purga” y del asesinato, por inanición, de millones de ucranianos y kazajos. Aunque los historiadores discrepan en sus cálculos, el dictador soviético es responsable de entre 10 y 50 millones de muertos. Pero hay más, Mao Tse Tung, el “timonel” de la revolución china, asesinó a más de sesenta millones de personas. Pol pot, en Camboya, a dos millones…